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El síndrome del oso panda (2)
3
Conversaciones de alcoba (Dany)
—Lo siento, Dany, no sé qué me sucedió, tú sabes que yo no soy así. Me dejé llevar por la situación… no tengo excusa alguna —terminó Vero deshecha en llanto.
Me encontraba como paralizado, sin poder dar crédito a lo que acababa de escuchar.
¡Vero en brazos de otro hombre!
Inimaginable. Tenía que tratarse de un error. O de alguna manera se había enterado de mi aventura con Caitlyn, y esa era su forma de castigarme por ello.
Pero no. Había habido demasiados detalles en su relato, y su gesto compungido, con las lágrimas corriendo por sus mejillas a raudales, no eran en modo alguno simulados. Y había aún otra cosa: ella había dicho que lo que me contó había sucedido el primer martes que estuve en Nueva York, y esa noche no respondió al teléfono. Y su actitud cuando hablamos al día siguiente había sido evasiva, y se le notaba muy violenta.
«¡Joder! Era cierto».
Pero, ¿cómo podía reprocharle nada? Yo también le había sido infiel. Y no una noche, sino todas las noches de una semana.
No sabía que iba a ser de nosotros, de nuestro matrimonio. Pero al menos, ella también merecía conocer mi historia.
Lentamente, como en un sueño, comencé a hablar.
4
Sexo en New York (Dany)
Es casi un tópico suponer que cuando un hombre viaja lejos de su ciudad (y de su esposa) inevitablemente buscará compañía femenina, y de eso iba la broma de Vero cuando nos separamos en el aeropuerto.
Yo no lo había hecho nunca, —casi me avergüenza decirlo—, y eso que mis viajes son mucho más frecuentes de lo que me apetece.
Pero… sí es cierto que en esas ocasiones me invade un sentimiento especial: SÉ que podría buscarme una aventura, y la anticipación de lo que podría suceder si lo hiciera, me mantiene en un estado de semiexcitación. Miro a las mujeres de “otra” manera. Normalmente no suelo permitirme recorrer con la vista un hermoso cuerpo femenino (mucho menos cuando Vero me acompaña) pero no siento que haya nada de malo en ello cuando estoy de viaje. Incluso a veces, por ejemplo, fantaseo con proponer a una auxiliar de vuelo especialmente atractiva que nos veamos en la ciudad de destino, y en esas ocasiones he llegado a experimentar el principio de una erección.
Pero no paso de ahí.
Y nunca he sabido por qué.
Veamos: estamos en el siglo XXI, no en el XV, y en Europa, no en un país de esos donde matar por razones de honor está tolerado. Somos lo suficientemente civilizados (al menos la mayoría) como para prescindir de sentimientos de posesión con respecto a nuestra pareja. Y si para mí (al menos en teoría) no sería un drama que mi mujer tuviera una aventura, de la misma manera debería concederme a mí mismo una alegría en ese terreno.
Pero somos como somos, por lo que jamás había pasado de desearlo en abstracto.
Soy una persona sociable, de manera que en ocasiones como reuniones, o el curso al que asistía, no me quedo en un rincón separado del resto (como hacen más de uno y una) sino que a los pocos momentos ya estoy conversando con todo el mundo. El idioma no era problema: allí se hablaba únicamente inglés, y en algo se debía notar mi curso académico en Cambridge.
De manera que cuando el primer día se hizo la pausa para el almuerzo o algo así (lo digo porque nada que ver lo que nos sirvieron con lo que en España consideramos una comida) ya estaba charlando por los codos con mis compañeros de mesa.
Se trataba de tres hombres y una dama: John, neoyorkino, Albert, canadiense, Andrew, de Nueva Jersey, y Caitlyn, irlandesa. No la había visto por allí hasta que tomó asiento en la mesa a mi lado, y se presentó a sí misma tendiéndome su mano. Me quedé sin habla unos segundos. Pelirroja, pero no de las de cutis color leche, sino ligeramente tostado. Ojos de un verde esmeralda, pómulos altos con algunas pecas minúsculas, nariz recta, y labios ligeramente rellenos, en cuyas comisuras se formaban dos hoyuelos al sonreír, cosa que hacía constantemente.
Medía más o menos 1,70 m. aunque el ropón de jersey gris de cuello alto que vestía no me permitió hacerme una idea clara acerca de su figura; pero sí de sus pechos llenos, muy altos, que abultaban claramente la prenda. Falda negra ajustada y medias del mismo color, que en este caso sí permitían distinguir unas piernas largas y muy bien formadas.
(Perdón por el inciso, pero es relevante. O sea, que la impresión de verla, y su olor a perfume caro y a hembra, y el roce ocasional de su hombro con mi brazo, me dejaron en estado catatónico)
Terminó la comida, y el grupo se separó. En el salón donde se impartían las clases, la vi sentada dos filas más atrás de la mía y como cinco asientos más lejos, a mi izquierda. Y lo que es aún mejor: cuando posé la vista en ella me estaba mirando, seguro, porque nuestros ojos se encontraron, y me hizo un saludo con la mano. Sentí un calor inmenso, y os aseguro que no era a causa de la calefacción.
Pero para mi desilusión, cuando acabaron las clases la busqué con la mirada, y no pude dar con ella.
Me quedaban unas horas hasta la cena, por lo que decidí dar un paseo. Me acerqué a un stand en el lobby del hotel donde tenían folletos de visitas turísticas, clubes, restaurantes y esas cosas, y estaba hojeando con desgana un par de ellos, cuando vi venir hacia mí a Albert, el canadiense, que al parecer estaba en mi misma situación de aburrimiento.
Total, que decidimos salir juntos. Nos limitamos a dar un paseo por la Quinta Avenida y sus aledaños, mirando escaparates, a la gente, —que en Nueva York es un espectáculo en sí misma—, y contándonos nuestras vidas.
A la hora de la cena, para mi desilusión (sí, ya la buscaba a estas alturas) Caitlyn no apareció por ninguna parte, y para mi desesperación, su puesto fue ocupado por una alemana tipo walkiria, con el cabello de un rubio pajizo, que hablaba un inglés chirriante, y que no paró de hacerme ojitos todo el rato, y de posar una mano gordezuela y cargada de anillos en mi antebrazo, con motivo o sin él. Terminada la cena, me excusé con lo de mi “llamada de control” a Vero, (que además no era tal excusa, sino que era el mejor momento para hablar con ella, dada la diferencia horaria)
Al día siguiente, martes, retrasé a propósito mi entrada en clase, por ver si me hacía el encontradizo con Caitlyn. La vi —tarde— entrar formando parte de un grupo que había salido del ascensor, y aunque me apresuré, cuando llegué hasta ella estaban ocupados los dos asientos contiguos al suyo, por lo que me limité a saludarla. Me dirigió una de sus sonrisas con hoyuelos, y eso fue todo.
A la hora de la comida, sin embargo, estaba en la misma mesa del día anterior, junto con John. Saludé y ocupé el asiento de su derecha. Momentos más tarde, se nos unieron Albert y Andrew.
Acabada la comida no quise correr ningún albur, así que me pegué a ella, y nos sentamos juntos. Bueno para mi líbido, aunque no tanto para mi rendimiento, porque estuve más o menos distraído todo el tiempo, envuelto en el halo de su perfume, que se acentuaba cuando se inclinaba hacia mi oído (muy frecuentemente por cierto) para hacer algún comentario, o preguntarme el significado de algún concepto que se le había escapado.
Una vez terminadas las clases, le dije con todo el morro que Albert y yo solíamos salir a dar un paseo, y la invité a acompañarnos. Me dijo que sí, que no tenía cosa mejor que hacer, y entonces comencé a maquinar cómo desprenderme del canadiense, con el que había quedado citado durante el almuerzo.
En principio, la cosa pareció funcionar: no estaba en el lobby, y una llamada a su habitación no fue contestada, de manera que le dije a Caitlyn que, “con gran pesar” (mentira cochina) debíamos salir solos. Pero el inefable Albert, con su barba entrecana, estaba esperándonos en la acera, frente al hotel.
A la vuelta, Caitlyn se excusó por no acompañarnos a cenar. Dijo que no estaba acostumbrada a hacer comidas copiosas, y que solía pedir un sándwich en su habitación.
Estuve jugando al ratón y al gato con mi walkiria hasta que se acomodó, pero no tuvo ningún inconveniente en abandonar la mesa en la que estaba, dejando en ella a un par de compatriotas, y sentarse a mi lado. Me jodió. Porque aunque esa vez ya no contaba con Caitlyn, había sido demasiado evidente su switching de mesa, lo que podía dar lugar a algún levantamiento de cejas. Total para nada, porque no tenía ningún deseo de contemplar en su totalidad sus dos toneladas de ubres temblorosas como un flan, que le rebosaban por el amplio escote. Aguanté como pude, me excusé de nuevo haciendo como que no había oído su ofrecimiento de “tomar una copa en algún sitio”, y me fui a mi habitación.
Para redondear la velada, Vero no respondió al teléfono ninguna de las veces que la llamé, y fueron tres, a intervalos de media hora.
Miércoles. Me encontré con Caitlyn cuando iba camino del ascensor (su habitación estaba en el mismo piso que la mía) Desayunamos solos en una mesita para dos, y estaba en la gloria cuando apareció mi Helga.
—¡Ohhhh! Tenía esperranza de juntos desayunarr —dijo con un gesto de auténtica desilusión.
—Lo lamento, pero como ves, ya estoy acompañado —repuse.
—Oye, que si quieres, yo no tendría inconveniente en irme a otra mesa… —ofreció Caitlyn— …afortunadamente cuando la walkiria ya había vuelto grupas y se alejaba de nosotros.
Le conté cómo andaba detrás de mí y no me dejaba a sol ni a sombra, y por primera vez pude escuchar su risa cristalina.
—Si tú quieres —me dijo— puedo quitártela definitivamente de encima.
—¿Cómo? —quise saber.
—Déjalo de mi cuenta —respondió con una sonrisa enigmática.
A la hora del almuerzo, nada más entrar al comedor acompañado de Caitlyn, nos dimos de bruces con “mi” Erika, Ulrike o como quiera que se llamara, que andaba oteando el horizonte, sin duda buscándome.
—Espera aquí, —dijo Caitlyn en un susurro, posando levemente su mano en mi antebrazo.
Se fue hacia la alemana con gesto muy serio, y estuvo hablándole en voz baja unos segundos. Mi némesis compuso un gesto avinagrado, y enrojeció hasta la raíz del cabello. Luego abrió la boca dos palmos, y así se quedó cuando Caitlyn se dirigió hacia mí bailándole la risa en los ojos.
—¿Qué le has dicho? —le pregunté extrañado.
De nuevo puso la mano en mi antebrazo, y se inclinó hasta que nuestras cabezas estuvieron juntas.
—Qué tú errres marrrido mío, y que si volvía a verrrla a tu alrrrededor le darrría patada en gorrrdo culo.
Y ya no pudo aguantar la risa, en la que la acompañé de buena gana.
A partir de aquel momento, Caitlyn y yo lo hacíamos todo juntos (menos evidentemente meternos en la cama) La variación fue que yo le propuse esperarla en el comedor para desayunar, y accedió a ello. Asistíamos a clase en asientos contiguos, y se renovaba el agradable martirio de sus preguntas y comentarios con la cabeza junto a la mía. Juntos almorzábamos en la misma mesa con John, Albert y Andrew. Acompañados del canadiense subimos a lo alto de Empire State Building, visitamos el museo Guinness, y el jueves por la noche asistimos a un musical en Broadway. Y esa misma noche, por primera vez, accedió a cenar conmigo, aunque como no siempre las cosas son perfectas, el metepatas de Carles, de la delegación de Barcelona, se sentó con nosotros.
—La única moza de buen ver del velatorio éste… ¡y te la has ligado! —me dijo Carles después de que nos despidiéramos de Caitlyn—. ¿Cómo te las apañas que siempre andas con una hembra de bandera agarrada a tu brazo? Empezando por tu esposa, que si me lo permites te diré que es una verdadera preciosidad…
—Bueno, yo no tengo ninguna técnica especial —respondí—. Y no me la he ligado, que como ves, cada mochuelo a su olivo después de cenar.
—Ya. ¿Y la rubia tetona con la que cenabas la otra noche? —inquirió con un gesto exagerado de lascivia.
—¿Te gusta? ¿Quieres que te la presente? —le pregunté al ver aparecer a “mi” Greta por el fondo del pasillo.
—Si no tienes inconveniente… —respondió recorriendo con la vista las rotundas formas de la mujer.
Y es que, como dice el refrán, “siempre hay un roto para un descosido”. Después me contó que se la tiró esa misma noche y varias otras más, y estaba encantado de la vida.
Sin ánimo de ofender, a mí me gustan más delgadas.
Esa noche, en mi acostumbrada llamada telefónica a Vero, le pregunté por su ausencia del día anterior, y me dijo que “había cenado con unas amigas”, sin más detalles. Me pareció que “sonaba” un tanto seca y evasiva, pero cuando nos despedimos volvió a su tono de voz habitual, cuando me dijo lo que me haría si estuviera con ella en la cama. No le di más importancia, y me quedé dormido inmediatamente.
Pero con quién soñé esa noche fue con Caitlyn, desnuda entre mis brazos.
El viernes, las clases terminaron a mediodía. No estaba programada comida en el hotel, porque muchos de los norteamericanos asistentes se iban a sus casas a pasar el week end. Eso tenían planeado John y Andrew, que de hecho dormían con sus familias todos los días. De manera que me resigné al trío formado por Caitlyn, Albert y yo.
Pero cuando salíamos de clase, Albert nos dijo que su casa de Canadá estaba a solo “unas horas” de Nueva York, que ya tenía el billete de autobús, y que se iba inmediatamente.
De manera que me quedé solo con Caitlyn.
Ya tenía ganas de una comida como Dios manda, y un compañero me había hablado de un restaurante español en la calle 19, de manera que invité a Caitlyn.
Bueno, digamos que hacen una interpretación libre de la comida española, pero a mi irlandesa le encantaron el pan con tomate y jamón, y las demás viandas pretendida o realmente celtibéricas. E hizo de buen grado los honores a una botella de Rioja, que me costó casi tanto como el resto de la comida.
Vuelta al hotel a cambiarnos. Yo sustituí mi traje formal por tejanos, sudadera y un chaquetón, además de zapatos cómodos sin cordones. Caitlyn me imitó. En su caso, eligió unos pantalones de franela, otro jersey de cuello alto, y una parka.
Pasamos el resto de la tarde en Central Park, simplemente mirando a la gente y hablando. Estaba casada (glup) y como Vero y yo, no tenía hijos. Su marido era ingeniero informático, y trabajaba en Belfast, a cuya delegación de la multinacional para la que ambos trabajábamos pertenecía ella. Le gustaba navegar (su marido era propietario de un velero de 10 metros) aunque las aguas cercanas a Irlanda no eran demasiado propicias para la navegación deportiva, sobre todo en invierno.
Le hablé de Vero, aunque, como ella había hecho con Ian, su marido, no me detuve demasiado en el tema. Se empeñó en que le mostrara una foto suya, (lo que hube de hacer un tanto a regañadientes) Después le describí cómo era el Mediterráneo en verano, le hablé de sus aguas, no grises, sino del color de sus ojos, del placer de dormir la siesta después de una buena comida, de la fiesta sin fin de las ciudades turísticas del sur…
Le dije que yo también tenía planeado comprar una embarcación a vela, y que incluso había obtenido el título P. E. R., pero que por una u otra razón había ido aplazándolo. Le hablé de mi sueño de navegar por aquel mar que ella no había contemplado, y que casi no podría concebir, acompañado de una mujer, de apartarme de la costa lo suficiente como para echar el ancla, quitarnos ambos toda la ropa, y nadar en las cálidas aguas, y después hacer el amor interminablemente… Y juro que estaba pensando en Vero en aquel momento.
Salí de golpe de mi ensueño. Claramente, me había pasado tres pueblos con lo de bañarnos desnudos y hacer el amor. Pero cuando la miré, sus ojos brillaban como gemas, tenía las mejillas encendidas, la boca entreabierta, y respiraba entrecortadamente.
¡Vamos!, que como me llamo Dany, el rostro de Caitlyn era la misma imagen de la excitación.
Pero vuelvo a jurar, y no lo hago en falso, que en ese momento aún no había concebido la idea de llevármela a la cama.
La cena en el hotel, con el comedor prácticamente vacío, contándonos nuestra juventud, el paso por la universidad… Le hablé de como conocí a Vero, del “flechazo” instantáneo, y de nuestra decisión de vivir juntos dos meses después. La boda, el éxito moderado en lo profesional, nuestros amigos, nuestra casa…
Ella me relató que conoció a Ian en un pub, al que había ido con unas amigas. Que cuando salía, se tropezó con un hombre rubio con aspecto desgarbado que se excusó por importunarla, pero dijo que tenía que verla otra vez, y le pidió su número de teléfono. Y que ella se lo dio sin saber muy bien por qué, aunque luego se arrepintió. Pero que cuando la llamó finalmente, accedió a salir con él.
Lo suyo no había sido flechazo, y su noviazgo duró tres años. Poco a poco —dijo— había ido descubriendo qué había bajo la superficie de aquel hombre, y ya no le importaron sus largas piernas que parecía no controlar del todo, ni su aspecto de profesor despistado, y había descubierto un cerebro prodigioso, y un carácter dulce y cariñoso.
Nos habíamos quedado solos en el comedor. Le propuse que mad**gáramos para hacer el viaje en trasbordador hasta la estatua de la libertad, y quedamos citados a las ocho de la mañana para desayunar.
Y nos despedimos a la puerta de su habitación, no sin un breve chispazo de deseo de entrar con ella, que pasó muy rápido.
Me encontraba muy bien, como una nube, y hasta Vero lo notó en mi tono cuando hice mi “llamada de control” nocturna. Mentí como un bellaco. Le dije que como los días anteriores, había ido a comer y a pasear con los mismos dos compañeros, de los que ya le había hablado. Las mujeres deben tener un instinto especial para esas cosas, de manera que estuvo preguntándome como era Caitlyn. Salí de esa con evasivas del tipo “una chica irlandesa pelirroja, ya sabes”.
Y aquella noche soñé con una mujer, cuyo rostro no puedo precisar, que se bañaba desnuda conmigo en las cálidas aguas del Mediterráneo.
En la mañana del sábado, hicimos un desayuno rápido en el hotel, y un taxi nos dejó en el embarcadero del ferry. La vista de Manhattan desde lo alto de “Liberty” es espectacular, y disfruté como un “guiri” en vacaciones. Lo único m*****o era la brisa fría del Atlántico, pero no me importó.
Después estuvimos mucho rato paseando por Battery Park, deteniéndonos ante los espectáculos, aparentemente improvisados, de mimos e ilusionistas, a los que ella se empeñó en dar unos dólares.
Y cuando me di cuenta, íbamos tomados de la mano.
El Soho. Tenía que comprar un recuerdo para su marido, y acabó decidiéndose por una pipa de brezo horrible, en cuya cazoleta estaban representadas las caras de los presidentes del monte Rushmore. Completó sus compras con una sudadera pretendidamente original de la policía de Nueva York.
Yo adquirí para Vero un brazalete de “auténtica” artesanía de los nativos americanos, que a lo mejor lo era (lo de auténtica) Lo digo por el precio; luego estuvimos viendo un conjunto de animadora, con su faldita corta y todo, que no iba a comprar, pero que hizo reír a Caitlyn hasta que se le saltaron las lágrimas. La dependienta, pensando lo que no era, le animó a probarse el conjunto, y ella, con una rápida mirada entre avergonzada y divertida, accedió.
Cuando me llamó desde el probador y la vi, se me cayeron los palos del sombrajo, como se suele decir. Por primera vez pude contemplar sus muslos y sus piernas desnudas, el abultamiento de sus senos sin sujetador, cuyos pezones abultaban la prenda; pude advertir la estrechez de su cintura, que daba paso a unas caderas de infarto. Le hice dar la vuelta en redondo, con lo que tuve un atisbo de sus braguitas blancas de encaje, y admiré sus nalgas, altas y firmes, resaltadas por la mínima faldita aquella.
—¿Crees que le estará bien a tu esposa? —preguntó, mirándose al espejo.
—Bueno, es más o menos de tu misma talla, aunque ella tiene las… quiero decir que por delante… —titubeé.
—Quieres decir que tiene más pecho que yo —me atajó, pero no parecía m*****a.
—No, menos —le aclaré.
Total, que no compré el conjunto, sino que en una tienda cercana adquirí esas Reebok que Vero no encontraba por ninguna parte.
Comimos en un restaurante en Chinatown (ella se empeñó) y me di cuenta de que la comida china de aquí no tiene nada que ver con la de allí.
El papelito de su galleta de la suerte decía,
“La felicidad es como un ave de paso: la ves, y unos instantes después ya se ha ido”.
El de la mía estaba escrita en ideogramas chinos. Una camarera me lo tradujo:
“La juventud pasa en un minuto; aprovecha cada segundo”.
Fuimos hasta el hotel caminando. En un momento dado se colgó de mi brazo, y aproveché la sensación cada instante, como decía mi galleta de la suerte. Me sentí como si de nuevo tuviera veinte años, todo por descubrir, y mi vida fuera aún como un lienzo en blanco, sobre el que apenas había comenzado a hacer un esbozo.
Caitlyn fue charlando hasta por los codos la mayor parte del tiempo. Pero según íbamos acercándonos al hotel, se encerró poco a poco en un mutismo en el que debía arrancarle cada palabra. En un momento dado, se soltó de mi brazo, y comprendí que algo había cambiado.
“No, no me esperes para cenar, tengo algo que hacer”, me dijo hurtándome los ojos cuando le propuse que quedáramos. Y entró en su habitación. Eran poco más de las cinco de la tarde.
Vero no atendió el teléfono tampoco esa tarde; después de tres llamadas, recordé que había ido a pasar el fin de semana con sus padres, por no quedarse sola en casa.
Pedí un sándwich y una cerveza al servicio de habitaciones, y estuve haciendo zapping por todos los canales de la televisión por cable. Abrí el bloc de apuntes del curso, pero lo dejé a los pocos segundos. Intenté leer (ni había abierto en esos días el lector de libros electrónicos) pero también lo abandoné. Me metí en la ducha, y dejé correr el agua casi fría sobre mi cuerpo para que se llevara el cansancio y la frustración. Porque era así como me sentía por el desplante de Caitlyn, que no conseguía comprender. No estaba enamorado de ella, eso lo tenía muy claro, pero me gustaba su presencia, adoraba escuchar su voz profunda, y su acento. Y por la razón que fuera, que no me había explicado, se había alejado, e intuía que el lunes comería solo con John, Albert y Andrew.
Por unos minutos acaricié la idea de ir a tomar una copa a alguna parte, aunque fuera solo, de modo que me vestí para salir a la calle. Y entonces escuché un repiqueteo de nudillos en la puerta. La abrí.
Caitlyn.
Se había duchado también, porque aún tenía el cabello húmedo y no llevaba una pizca de maquillaje encima. No le hacía falta. Sus labios no necesitan lápiz de labios, sus mejillas estaban encendidas como si se hubiera aplicado algo en ellas, y sus ojos verdes no precisaban ningún retoque que incrementara su belleza. Le temblaba la barbilla cuando la hice pasar a mi habitación y cerré la puerta a mi espalda.
Nos quedamos en pie, frente a frente, unos segundos. Recorrí su cuerpo con la vista, y por primera vez me inundó una oleada de deseo. Sabía que no era posible, que no iba a suceder, pero la deseé casi dolorosamente.
—Yo, Daniel —comenzó a decir, pero se interrumpió.
Y continuamos en pie, separados por apenas un paso, mirándonos. Hasta que al fin se decidió a continuar.
—Estos días contigo han sido una experiencia… —nuevo titubeo— muy agradable. Pero es mejor que no la repitamos, porque… Daniel, ambos estamos casados. Amas a tu esposa, eso se nota a las claras. Yo amo a mi marido, y aunque… —nueva pausa que duró unos segundos—. No quiero decir que te hayas comportado de modo incorrecto, al contrario, has sido el amigo que siempre deseé tener, pero es que…
«Malo, malo. Me estaba diciendo lo de “te quiero solo como amigo”, y eso para un hombre es un tanto descorazonador. Sobre todo cuando tienes una erección como la que estaba experimentando»
Nos miramos fijamente, y sentí como un arco eléctrico que saltaba entre los dos. No lo pensé, porque de pensarlo no lo habría hecho: simplemente me incliné y la besé.
No correspondió al beso, ni se movió. Y me dije «Dany, la has cagado. Ahora te arrima una hostia»
Pero no sucedió eso; solo me miraba con los ojos muy abiertos. Y entonces me acordé de lo de mi galleta de la suerte, así que pasé un brazo en torno a su cintura, la atraje hacia mí, y volví a besarla, esta vez con la boca abierta.
Salió de su inmovilidad. Sus manos se posaron en mi nuca, y correspondió al beso. ¡Y de qué modo! Segundos después los besos se habían convertido en mordiscos indoloros, su pubis presionaba mi erección, y sus manos recorrían mi espalda.
Luego, todo se descontroló un poco. Me sacó mi sudadera por la cabeza. Yo solté el corchete que aseguraba su falda por detrás, descorrí la cremallera, y la prenda fue a parar a sus tobillos. Ella me besó el pecho desnudo. Yo me las apañé para desabotonar su blusa con los dedos temblorosos. Ella liberó la hebilla de mi cinturón, y durante unos instantes forcejeó con la presilla, hasta conseguir finalmente bajar la cremallera de la bragueta. La elevé en brazos, recorriendo de este modo los pocos pasos que nos separaban de la cama, donde la tendí.
Pantalón y slip fueron a parar al suelo. Ella seguía tumbada boca arriba con la blusa abierta, dejando al aire sus pechos cónicos, con las aréolas abultadas, de un tono solo algo más oscuro que la piel tersa que las rodeaba, y los pezones erectos en los vértices. Sus bragas ya no eran las blancas de encaje que había entrevisto, sino de color carne, y muy sexy.
Me quedé mirándola, contemplando cada sombra y recoveco de su cuerpo, haciendo descender mis ojos por su largo y elegante cuello, sus hombros, las clavículas, los senos, el vientre, la pequeña cicatriz redonda de su ombligo, sus caderas cuya curva estropeaba la estrecha cinturilla de sus bragas, el triángulo velado de su pubis, sus muslos, sus rodillas y pantorrillas, sus finos tobillos y sus delicados pies.
Ella jadeaba con los ojos brillantes, las mejillas tan arreboladas que sus pecas casi no se distinguían, los labios entreabiertos…
De dos rápidos tirones se arrancó más que quitarse las bragas, y me tendió los brazos, desvelando el último misterio de su cuerpo: su vulva entreabierta bajo el abultado monte de Venus, tapizado de un vello muy corto, del mismo color rojo de sus cabellos.
No hubo preliminares. Arrodillado ante la cama para que mi pene quedara a la altura conveniente, la tomé de las corvas y la acerqué aún más. Sus piernas se enroscaron en mi cintura. Guié mi pene con una mano y la penetré despacio, suavemente. Ella alzó el pubis hacia mí, gimiendo en tono bajo. Ensalivé mi dedo índice, y conseguí introducirlo entre nuestros cuerpos, acariciando su clítoris, lo que provocó en ella un delirio de gemidos entrecortados.
¡Ja! Decimos de las mujeres españolas o latinas que son ardientes, pero aquella nativa de la verde Erin no tenía nada que envidiarles. Sus caderas se movían acompasadamente, haciendo mis penetraciones aún más profundas. Sus manos derivaban de sus propios pechos a mis tetillas, mis hombros, o mis cortos cabellos, a los que se aferró hasta hacerme daño.
Me detuve, cuando estaba ya a punto de eyacular en su interior. Me subí a la cama. Ella se dio la vuelta, arrodillada y con los muslos muy separados, ofreciéndome su feminidad vista desde atrás. La penetré de nuevo, y en aquella postura, mis dedos no encontraron obstáculos para acariciar su clítoris, o amasar con mis manos sus pechos, que se movían cadenciosamente al ritmo de mis embestidas.
En un momento dado, se apartó, se tendió de nuevo boca arriba, flexionó las rodillas, se abrió bien de piernas, y me tendió otra vez los brazos. Me tumbé encima, soportando la mayor parte de mi peso en los antebrazos, y ella misma aferró mi pene, guiándole hasta que estuvo bien introducido en su interior. Le mordí la boca con mis labios abiertos, y noté su rápida respiración en mi lengua.
Sus manos se engarfiaron en mi espalda, abrazándome de forma tan estrecha que la parte inferior de su cuerpo abandonó el contacto con las sábanas. Sus piernas se enroscaron a mis caderas. Su monte de Venus comenzó a oscilar adelante y atrás, y se dejó llevar por las contracciones de su orgasmo. Cada vez que yo creía que había alcanzado el clímax, se reiniciaban los ya espasmódicos movimientos de su cuerpo, y volvía a gemir en tono cada vez más agudo, hasta que su cuerpo se contraía unos segundos con un lamento sostenido; después se relajaba un instante, y todo volvía a comenzar, como las olas que se retiran de la playa, para después sentir deseo de la arena y volver a ella, en un ritmo antiguo como la Tierra, pero siempre renovado.
Sentí que ahora era yo el que alcanzaba el paroxismo del placer, coincidiendo con uno de sus movimientos de pleamar. El momento pasó, y nuestros cuerpos sudorosos se distendieron. Pasé las manos en torno a su espalda, y giré de costado sin perder el contacto, quedando tendidos frente a frente, sin que mi dureza hubiera abandonado aún el cálido abrazo de su vagina.
Tardamos aún mucho tiempo en hablar.
—Oye, ¿sabes que eres maravillosa? —le dije, depositando después un suave beso en sus labios.
Sonrió ampliamente.
—No quiero que pienses que soy una mujer fácil…
—¡Jamás lo pensaría! Pero de lo que estoy seguro es que eres una mujer muy ardiente.
—¿Qué me has dado, Daniel? En la vida había hecho algo así, y te aseguro que me siento como drogada, en pleno “subidón”.
—Pero no te hagas adicta…
Me miró con los ojos brillantes y me acarició una mejilla.
—Eso más o menos es lo que te quería decir cuando entré, aunque ¡jajajaja!, a la vista está que no pasé del intento. Pero creía que el que podía llegar a la adicción eras tú, y por eso pretendía dejar de verte.
—Bueno, pues ahora hablaré yo —ofrecí—. Que dentro de una semana cada uno de nosotros volverá a su vida de siempre…
Me interrumpió poniendo un dedo sobre mis labios.
—Que es posible que no volvamos a vernos… —dijo ella.
Le cerré la boca con los labios, y luego continué.
—Pero que aún queda una semana, y podemos considerar este tiempo como un periodo de vacaciones de nuestra vida diaria, y no perder de vista al ave de paso de tu galleta de la suerte, hasta que se pierda en el horizonte. Y que luego recordaremos de vez en cuando, con un poco de nostalgia, el elegante vuelo del pájaro que vimos pasar una vez.
Ahora fue ella la que puso sus manos en mi nuca, y me besó con pasión.
Ella no había cenado, pero no quiso vestirse ni ir a ninguna parte, de manera que arrasó con las galletitas saladas y los peanuts del minibar, regados por uno de los dos minis de champagne que encontramos.
Y todo el tiempo se mantuvo desnuda ante mi vista, sin pretender en ningún momento cubrirse con la sábana al abandonar la cama, como hacen las actrices en las películas. Se comportaba con la misma naturalidad que si hubiera estado vestida.
Nos duchamos juntos, utilizando el pretexto de enjabonarnos mutuamente como un medio de recorrer cada recoveco y cada pliegue de nuestros cuerpos.
De rodillas ante ella, le conseguí un nuevo orgasmo con la boca. Una vez apaciguada momentáneamente, llenó la bañera, en la que vertió la totalidad del frasco de sales de baño cortesía del hotel, y me pidió que trajera el otro mini de champagne y las copas.
Bebimos el líquido burbujeante sumergidos en el agua perfumada. Luego se las apañó para masturbarme utilizando solo los pies, consiguiendo que mi pene despertara de nuevo.
Cuando el agua se enfrió, nos secamos mutuamente, y nos fuimos de nuevo a la cama. Ella extendió una toalla de baño, y me pidió que me tumbara encima de la felpa. Vertió sobre mi vientre la mayor parte del contenido del frasquito de aceite corporal, también cortesía del hotel, y le extendió por mi erección y mis muslos. Se sentó sobre mis ingles, e inició un enloquecedor movimiento arriba y abajo, haciendo deslizar su vulva sobre mi pene resbaladizo, con las manos en mis hombros. Y yo no perdí ocasión de acariciar sus pechos, o recorrer con mis manos todas las partes de su cuerpo que me eran accesibles en aquella postura.
Tiempo después de que sus movimientos sobre mi cuerpo consiguieran devolverme la erección, la penetré nuevamente, y en esa ocasión, todo fue suave y tranquilo, hasta que en un momento dado la invadió de nuevo uno de sus orgasmos. Su cuerpo convulsionó sobre el mío, arrancándome una nueva eyaculación. Finalmente, sus contracciones se disiparon, tras muchos segundos en los que ambos nos mantuvimos en la meseta de nuestro placer.
Hubimos de meternos de nuevo en la ducha. Después nos introdujimos entre las sábanas, y estuvimos abrazados hasta que ella se quedó dormida. Solo entonces me abandoné yo también a un sueño reparador, sin pesadillas ni remordimientos.
Pasamos casi todo el domingo en la cama, de la que únicamente salíamos para comer rápidamente algo en la cafetería del hotel; y lo hicimos en todas las posiciones que yo conocía, más alguna que me enseñó ella.
Pero llegó el lunes, se reanudaron las clases, y todo volvió a su rutina habitual: clases, comida acompañados de los otros tres, más clases, paseo y visitas turísticas con Albert, durante las que tratábamos de no delatar con nuestra actitud hacia el otro lo que había entre nosotros.
Y esa noche y las que le siguieron, acabada la cena, tras despedirnos formalmente en la puerta de su habitación, y entrar cada uno en la suya, esperábamos un rato para asegurarnos de que no había nadie conocido en el pasillo, y entonces uno de nosotros (normalmente yo) corría a la otra habitación, cuya puerta encontraba entreabierta, nos arrancábamos mutuamente la ropa, y hacíamos el amor hasta que uno de nosotros (normalmente también yo) tenía que arrojar figuradamente la toalla.
Y llegó el jueves, último día de clase. Esa noche hicimos el amor con desesperación, casi violentamente, ambos conscientes de que se trataba de nuestro último encuentro.
Pero no fue así.
Teníamos libre la mañana del viernes. Todos los norteamericanos habían viajado de vuelta a sus localidades de origen, y también algunos de los europeos, que se habían perdido el cocktail de despedida de la tarde anterior; entre ellos, y para mi alivio, Carles.
Desayunamos juntos por última vez muy temprano, y nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones a preparar el equipaje. No teníamos que dejarlas hasta las once de la mañana, y me asaltó una idea, que puse en práctica sin pensarlo; y efectivamente, encontré la puerta de su habitación entreabierta, y a Caitlyn, con los ojos empañados, esperándome.
Nos desnudamos rápidamente. Enterré la cabeza entre sus piernas, y posé mi boca hambrienta en su sexo, que sabía a excitación. Su orgasmo fue casi instantáneo, y si hubiera tenido forma de medirlo, colijo que habría comprobado que fue de los más intensos de nuestra breve relación. Me tendí sobre ella, y la penetré de inmediato. Nuestros cuerpos se acoplaron, moviéndose al unísono como si lo hubieran hecho toda la vida. Y la litografía sobre su cama fue el único testigo de nuestro clímax, y de nuestro apagado grito al unísono cuando ambos alcanzamos la meseta de nuestro placer simultáneo.
Comimos juntos en un restaurante cercano al hotel, pero algo había cambiado ya: había más silencios, con los ojos prendidos en los otros ojos, que conversaciones. Su rostro aparecía velado por una sombra, y sus sonrisas eran tristes.
Más tarde, compartimos un taxi hasta el aeropuerto. Cuando el vehículo se detuvo ante la terminal, nos besamos apasionadamente sin importarnos que el barbudo taxista con turbante fuera testigo a través del retrovisor, con la conciencia de que, ahora sí, se trataba de nuestro último contacto.
Ella se encontró ante el mostrador del checking a dos compañeros británicos, que me presentó. Y con su presencia, nuestra despedida consistió en un cortés apretón de manos, aunque los ojos se comunicaron de modo menos formal.
Y me quedé solo.
Cuando esperaba la fila para entrar al pasillo del finger, mi mano se introdujo en el bolsillo del chaquetón, y mis dedos rozaron un papel que yo no había dejado allí. Tenía más o menos el tamaño del que extrajimos de nuestras galletas de la suerte en el restaurante chino, y estaba escrito con la elegante caligrafía de Caitlyn:
“Todas las primaveras vuelven las aves migratorias. ¿Quién sabe? Quizá alguna vez podamos contemplar de nuevo una de ellas, antes de que desaparezca donde el cielo y la tierra se encuentran”.
Sonreí. Porque yo había introducido otro papel similar en su bolsillo. El mío decía:
“La vida se compone de muchos segundos. Los ya pasados serán para mí un recuerdo imperecedero. Pero a lo mejor, en una hora futura, habrá otro minuto que podamos vivir juntos”.