Me ganaron las ganas

Me ganaron las ganas

Sí, no me pude contener, lo reconozco. Me da cierta vergüenza pero… pero bueno. Uno es hombre y pues… ya sabes. Por donde quiera te bombardean con ninfetas de ensueño. Encienden y atizan ese particular apetito y, por mucho que uno sea calmado pues termina uno bien deseoso. El cuerpo es cuerpo y la carne es carne.

Y la hipocresía de las televisoras no tiene límite: Por un lado te machacan con sermones moralinos del tipo: “no las mires con lascivia, podrían ser tus hijas”, en programas como La rosa de la Virgen Lupita; pero, por otro lado, esas mismas televisoras obtienen su mejor rating con telenovelas de chamaquillas colegiales tipo Rebeldes, cuya máxima audiencia se debe al morbo de ver chicas colegiales de falditas cortitas metiéndose en líos, y cuya repercusión es justamente crear en su audiencia femenina más joven el gusto e interés por lucir tan sexys como las protagonistas de su telenovela favorita. Por ello las chamacas usan la falda del uniforme cada vez más arriba; claro, quieren lucir como las de la tele.

Sin ir más lejos, la Primera Dama de nuestro querido país (respetadísima esposa de nuestro Presidente, por supuesto) protagonizó aquel drama juvenil, en su primera versión, no mucho antes de casarse con el entonces Gobernador del estado Chiapaneco. Y mírala ahora, toda una mujer honorable.

Pero bueno, dejemos eso a un lado y te confesaré como se dio todo:

Como cada bimestre, acompañaba a mi madre a recoger la despensa que le da el gobierno (ya sabes, la que dan a cambio de votos, no nos hagamos tarugos). Pero me llevé la sorpresa que ya no la estaban entregando donde antes. Según una pequeña cartulina, la sede y el personal responsable habían cambiado.

Tras seguir las indicaciones que había leído, di con el nuevo local. Afortunadamente no había gente, y es que por lo general hay que hacer una larga fila. Pues bueno, entré y no vi a nadie. Di unos golpes en una mesilla.

De pronto escuché unas risillas desde detrás de varias cajas apiladas y, casi inmediatamente, salió un niño correteado por su hermana (un tanto mayor).

Estaban jugando y, sin cortarla del todo, la chamaca me atendió. Me pidió los documentos y se los entregué.

Mientras ella buscaba el nombre de mi madre en la lista… “¡puta…!” Que siento como se me va parando la verga. Me sentí avergonzado, con mi mamá allí y todo, pero es que era evidente. Ese uniforme azul, cuya pieza principal (una falda entablillada con peto) no le llegaba ni a las rodillas a la chiquilla, me había puesto a cien en un segundo.

No era particularmente bella, puedo confesarlo. Se veía como una escuinclilla de escasos recursos y por tanto un tanto desnutrida. Chamacas más bonitas (que dan muestras de buenos genes y buena alimentación) me han atrapado la mirada por sus bellos rasgos, sin embargo, pues eso; su uniforme. Parecen diseñados para levantar el morbo más que para cualquier otra cosa. Y en aquel contexto ni me lo habría esperado.

Mientras ya comenzaba a hacerme fantasías, imaginándomela de cierta manera, una voz irrumpió:

—¡Ya voy Vero, di que me esperen! —alguien dijo.

Al tratar de indagar de dónde provenía la voz me di cuenta que había una pequeña puerta en una esquina del local, así que asumí que aquel era el baño.

—¡Ya lo estoy atendiendo! —dijo un tanto respondona y agresiva, la que ahora sabía se llamaba Verónica.

La chamaca no era especialmente bonita, ya lo dije; tenía dos dientes incisivos prominentes (que sin duda pedían corrección); su cabello estaba seco y enmarañado; sus codos y rodillas estaban sucios y su piel morena no era precisamente tersa y humectada… pero bueno, como ya he dicho, me dejé llevar por el estereotipo de colegiala cachonda que a uno tanto le hincan en la cara.

Poco después salió la encargada. Para ese momento no sabía si aquella joven mujer sería su madre, su tía o qué. Sólo noté que Vero se le rebelaba a la menor provocación.

Tras firmar de recibido le di las gracias a la encargada. Me dispuse a llevar las cajas al coche y Vero (entre risillas y patadas intercambiadas con su hermanito pequeño) se ofreció a ayudarme tomando la caja más chica.

—…‘pérate, déjame ayudarle al señor —le dijo a su hermano, quien no la dejó de m*****ar sin embargo.

Después de meter la primer caja me di vuelta para recibirle la segunda a la chiquilla, pero ésta estaba más bien distraída con el hermanito. Se llevaban pesado, se veía. Aquél, aprovechando que la hermana tenía las manos ocupadas, le había dado unos buenos zapes que aquella defendió con tremendo taconazo de su zapato escolar. Aquello debió haberle dolido al pobre chamaco, quien, sin embargo, se desquitó: aprovechando que yo le recibía por fin la caja, aquél pasó corriendo nuevamente junto a su hermanita a quien le jaló la falda hacia arriba con tal fuerza que la cintura de la prenda se le atoró a la altura del estómago, quedándole la falda levantada a medias.

Por un segundo vi el calzón de la agraviada, quien no tardó en ir a desquitarse.

Si he de ser sincero no puedo asegurar si los calzones eran amarillos o, quizás, se los vi así porque estuvieran sucios o percudidos. Ciertamente, dado el carácter y la ralea de la chiquilla, era lo más probable. Lo cierto es que aquella imagen, que quizás duró ante mí aún menos de lo que creí, quedó tan presente en mi mente que, días más tarde, aún podía apreciarla sólo con cerrar los ojos. Y no puedo negar que me daba mis buenos tallones por las noches o las mañanas recreando ese momento.

Pero al final, lo que me impulsó a no dejar aquello sólo como una calentura pasajera fue que en una de las cajas de la despensa de mi madre iba algo escrito. Fue hasta que la ayudé a desembalarla que lo leí: “hasme un hijo”, decía en letras que más bien parecían garabatos, y delante de eso estaba dibujada una carita sonriente.

Supuse que la chiquilla lo había garrapateado antes de haberme llevado la caja, quizás mientras me entretenía con mi mamá ayudándola a subir al coche.

«Canija chamaca…», pensé. La Vero, no era más que una niña en su interior; por lo menos eso me pareció al verla jugar con su hermano y, sin embargo, su cuerpo ya le pedía hombre.

Aunque, por otro lado, tal ánimo de escribir eso bien podría nacer por otra causa: «Una chica de tan austera condición económica ha de creer que la única manera de salir de la inmundicia en la que vive es consiguiéndose un “príncipe azul”», pensé.

Después de todo por años y años así lo han planteado las telenovelas.

Fuere como fuere, aquella chamaca no desapareció de mi pensamiento por un tiempo; así que hice lo que es más que obvio: pasé varias veces cerca del local de las despensas en su busca. Aunque no se me hacía verla.

Cuando por fin la vi entré al local y fui directo a ella. La Vero estaba sentada sobre una de las tantas cajas y sobre otras, que usaba como mesa, hacía la tarea. El hermanito hacía lo mismo, por lo que andaban más calmados que la vez pasada.

—¿Son matemáticas? —le pregunté, con plena intención de hacerme notar.

—Sí —me dijo como si la respuesta fuera harto obvia.

Supuse que me creería un imbécil que no podía distinguir un cuaderno de cuadro de uno de raya.

A decir verdad, su apatía me pareció extraña. Después del mensaje garabateado en la caja pensé que…

—¿Le puedo ayudar? —oí detrás de mí.

Era la empleada, a quien luego me dirigí para que no se diera cuenta de mi interés en la chiquilla.

—Sí, este… sí, quisiera hacer una corrección en los datos de mi familiar. Las calles aledañas, hay un error ahí —con tal pretexto disimulé mis verdaderas intenciones.

“Gracias”, dije, una vez la chica hizo la corrección. Ella me sonrió en respuesta y me guiñó un ojo. Aquello me pareció un detalle extrañamente coqueto, pero no quise reparar más en ello pues atrás de mí ya había llegado más gente y hacían fila.

Como la empleada se ocupó, volví a acercarme a Verónica.

—Está difícil, ¿verdad? —le comenté a la chamaca.

—Sí —me respondió Verónica.

—Lo que pasa es que eres una burra —irrumpió el hermano.

—Ay cállate —le respondió la otra y le aventó una de sus libretas.

Temiendo que aquello iniciara otra más de sus disputas, continué hablando para interrumpirles.

—Bueno, los problemas de mate generalmente son difíciles para todos, hasta que le encuentras el secreto. Pero eso los maestros no te lo dicen.

—¿Qué? ¿Cuál secreto? —increpó ella.

—Un truco para que les des respuesta a los problemas que te dejan de tarea, ¿aún no lo conoces?

Ella me miró con expresión suspicaz.

—Sí, mira, los profes dejan pistas secretas para descubrir qué alumnos son tan inteligentes como para darse cuenta, mira, aquí —y le señalé algo al azar en el planteamiento del problema que estaba resolviendo; ella miró hacia donde señalaba con interés; incluso el hermano también lo hizo—. Cuando notan que alguno ha descubierto su secreto pues… —allí dejé interrumpida la frase.

Miré a mi reloj como si me hubiera percatado de que ya era muy tarde.

—Bueno, otro día te explico —y sin verla de nuevo me dirigí con paso certero hacia afuera.

Si bien traté de aparentar indiferencia, por dentro me comían las ganas de haber captado su interés. Aguanté el impulso de mirar atrás y…

—¡Oye…! ¡Espérate! —la oí exclamar detrás de mí.

Sin dar un paso atrás, dejé que ella me alcanzara.

—…bueno, entonces recoges tus cosas y le dices que vas a hacer la tarea a casa de una amiga, entendido —le decía a Vero momentos más tarde.

Ella regresó al local y poco después salió con su morral al hombro. Ese cosquilleo que me provocó verla caminar hacia mí fue algo que aún no puedo ni quiero olvidar.

Me encaminé con ella a casa, aunque antes hicimos una parada. Le compré una paleta helada de chocolate en una farmacia, en donde también solicité unos condones.

—Naranja, cereza o uva. ¿Cúal es tu sabor favorito? —volteé a preguntarle.

—Uva —me respondió, quizás pensando que le compraría algún otro confite además de la paleta que ya lamía.

—Sabor uva, por favor —le dije al empleado de la farmacia, a quien ya le había pedido los profilácticos, pero que aún aguardaba saber en qué sabor los deseaba.

Entramos a la casa, procurando, claro, no levantar el interés de miradas vecinas.

—Oye, tienes una casa muy grande —me dijo, y yo pensé: «espero que otra cosa también te parezca grande».

Más tarde, mientras ella jugaba con el perro en el jardín, yo la observaba por la ventana. Se veía muy divertida, feliz. En ese momento reflexioné: «¿Qué estoy por hacer? Vero es tan sólo… ¡¿Acaso seré capaz de hacérselo a una…?!»

En ese instante dudé, cayéndome el peso de esa frase “…y si se tratase de tu propia hija” en la consciencia.

Pero, mientras jugaba con mi propia incertidumbre, con aquellos pensamientos dándoles vueltas en mi cabeza, también jugaba con mi propio miembro ya al natural. Me lo había sacado y ya me lo estimulaba de manera directa. A estas alturas no puedo negar que eso influyó en la decisión que al fin ese día tomé, aunque por otra parte pienso: «Era irremediable, la chica selló su destino al aceptar venir conmigo».

Como pude guardé mi falo nuevamente dentro de mi pantalón. No sin cierta m*****ia, ya estaba completamente erecto, pero no iba a recibir así a la Vero cuando entrara del jardín. No quería espantarla.

—¿Entonces qué? Siempre sí me vas a enseñar cómo hacerle para sacar puro diez en matemáticas —me dijo mientras el perro aún le saltaba encima, no queriendo dejar de jugar con ella.

—No, te voy a enseñar algo mucho mejor.

—Ah, ¿sí? Y qué es.

«Te voy a enseñar cómo se hacen los bebés», me dije, y reí de mi ocurrencia.

—Ven, acompáñame —le propuse y la conduje a mi cuarto.

Minutos más tarde, ambos ya estábamos besándonos. Habíamos iniciado suavemente, de poco a poquito.

La chica parecía predispuesta. Nos besamos suavecito al principio. Luego recorrí sus labios con la punta de mi lengua, saboreándola. Ella no opuso demasiada resistencia, a veces se ponía rebelde, pero bueno… era natural. Creo que aquello le parecía un juego y ella quería imponer sus reglas.

Me fue más fácil que la Vero se liberara de la parte inferior de su uniforme que de la superior. No sé qué ideas traería en la cabeza pero creo que le daba vergüenza mostrarme sus pequeños pechos. En cambio no tenía el menor empacho en que le mirara su “cosa” (como ella misma le llamaba a su sexo). La entrada a su puchita estaba completamente libre de pelos. Eso sí, bien olorosa a chamaca de esa índole; pero qué se le iba a hacer, ni modo que la mandara a bañar antes.

Me permitió meterle el dedo, eso sí (previamente humedecido con mi saliva, claro está) y le gustó.

Después de eso me brindó un cálido beso. Para su sorpresa la aventé a la cama y ella rebotó. Rió y yo mismo me alegré que aquello le estuviese pareciendo un juego. Verónica me vio con esa mirada de niña coqueta tan natural en ella.

Le caí encima; nos besamos; la envolví con mi cuerpo. Entre besos le pregunté si tenía novio y ella no me respondió del todo, más bien me evadió interrogándome a su vez.

—Y tú, ¿tienes esposa? ¿No tienes hijos?

Me tomó por sorpresa. Aquello me trajo una imagen muy vívida ante mí. Una que me hizo ver a la Vero con otros ojos en aquel momento. Me reincorporé, y…

—Vente, te llevo a tu casa —le dije.

Tras haberla dejado en su vivienda no me arrepentí. En ese instante creí que había hecho lo correcto. Me sentí tranquilo de consciencia. «¡¿Qué habría pasado si no me detenía en ese momento?!», me decía. «¿Algo así podría pasarle a…?»

…mi propia hija. Poco más chica que Verónica. ¿Qué sería de ella…? No lo sabía. Hacía años su madre se la llevó. Es cierto, no me hice responsable en su momento y… bueno, ella decidió hacer su vida.

Viendo su foto, la única que de ella tengo, terminé ese día triste.

Quizás por eso, por mi sentimiento de culpa, es que, días más tarde, le llevé un pack de útiles escolares al local de las despensas. Vero era notablemente muy pobre, según pude constatar al haber visto la fachada de donde vivía. Así que seguramente le vendría bien ese regalo. La empleada de las despensas me los recibió con mucho afecto.

—Gracias. Eres muy bueno. Oye y ¿estás casado? —me dijo sin reparo alguno.

Su pregunta me sorprendió, pero en ese instante entendí. Había sido ella la que escribió eso de: “hasme un hijo” en la caja. ¡Claro…! ¿Quién más? Y yo pensando que había sido Verónica. Eso había sido de lo más absurdo.

Claro que aquello no podía haber venido de una chamaca así. Maribel (como me dijo que se llamaba) en cambio, (media hermana de Verónica, según supe) con veinte años y soltera, era lo más lógico.

Al parecer yo le agradaba a Maribel y a mí ella pues… no. No era de mi tipo.

Sin hacerle un desaire hice como si no hubiese leído dicho mensaje y no le di importancia a su pregunta cambiando de tema inmediatamente al preguntarle por la escuela a la que acudía su media hermana.

Verónica asistía a una escuela de gobierno no muy lejos del local de las despensas. Un día la esperé a la salida y me ofrecí a llevarla a su casa después de clases. Ella, de buena gana, aceptó subirse a mi auto sin dejar de despedirse de sus amiguitas con altivez. Creo que, como “Chachita”, les presumió de tener un papá que mandaba el coche por ella.

—Y ¿qué andas haciendo por acá? —me preguntó.

—Nada, vine por lo de la despensa —le respondí.

Pero a quién engaño, si me había ido a parar ahí, justo frente a su escuela, era sólo porque había vuelto a sentir la misma comezón en la… bueno, las mismas ganas por culearme a la humilde chamaca, dicho sea claramente.

Y vaya que la niña vivía en condiciones humildes, al entrar a su casa me di cuenta. El lugar estaba en tan malas condiciones que hasta había una placa metálica en la entrada que pomposamente manifestaba: “Esta vivienda tiene piso de cemento gracias al honorable gobierno de… (ya saben, el Sr. Presidente)”. Los Programas sociales del gobierno siempre ensalzando al mandatario en turno.

Para ingresar caminamos por un estrecho pasillo flanqueado por dos bardas de tabique pelado. Según me dijo durante el trayecto, su hermano, ella y su media hermana Marisela (la empleada de las despensas) compartían una misma habitación.

Todo era muy reducido. Al entrar a su cuartito saludamos al hermano, que hacía la tarea ahí mismo, así que nosotros nos fuimos a “jugar” a la habitación de sus padres (ellos estaban trabajando, según me dijo).

Visualizar las estrechas condiciones de vida en que vivía Verónica, hizo que volviera a sentir pena por la chamaca. Pero el pensar que en cualquier momento podrían descubrirnos, estando ahí en su casa y en el cuarto de sus padres, con su hermanito al lado, provocó que se me volviera a parar la verga.

Para ese momento yo sólo quería desahogarme. Estaba decidido. Desahogaría esas ganas que me quemaban las entrañas con ella, pues bien sabía que sólo así me saciaría, entrando en aquel pequeño cuerpo de la Vero.

—Va a ser como chupar una paleta, mira, te los compré del sabor que te gusta —le dije al ofrecerle mi miembro enfundado con látex color morado.

Ella ya estaba toda desnudita bajo de mí. Esa vez la había hecho que se quitara todo, todo excepto aquellos percudidos “tines” blancos con azul que cubrían sus pies. Y es que, para convencerla de vencer su timidez, le propuse que ambos estaríamos iguales. Me desnudé, pero había conservado mis propios calcetines pues temía que andando descalzo por ahí fuera a conseguirme alguna clase de hongo o algo peor. Todo estaba muy sucio.

La boquita de la Vero fue deliciosa, y apenas preámbulo de lo que vendría. La chamaca chupo mi pene cual paleta, tal como le dije.

—No, que no te dé cosa. Tú cierra los ojos que yo te la acerco (y así lo hice). Abre la boca y comienza a chupar. Imagina que es una Chupa-chups de uva… eso, uy, qué rico —le decía mientras le invadía la boca con mi verga.

Ella se río al escucharme decir eso último. Pese a la barrera de látex podía sentir la calidez y el estrecho tamaño de su mamadora boquita.

Me lo mamó con la calidad que sólo la naturaleza innata puede dar a ciertas chiquillas que como ella ya lo traen en la sangre. Yo me dejé caer sobre la Vero y prácticamente me cogí su boca con todo el peso que la parte inferior de mi cuerpo podía ofrecerle en cada embestida.

Apoyándome en la pared desca****lada que tenía frente a mí, pude incorporarme lo suficiente como para ver que mis propios vellos púbicos le hacían de enorme barba espesa y tremendo mostacho a la joven escuincla y reí.

Ella, sin palabras muy claras (pues aún tenía mi falo entre sus dientes), pidió explicación a mi risa. Cuando se lo dije se enojó tanto que por poco no continuamos, (debí recordar que ella, ante todo, era una rebelde que a la menor provocación se enfadaba). Pero supe convencerla y así…

Sobre la cama de sus padres; aquellos a quienes aún no conocía pero de quienes podía ver su ropa esparcida por allí, colgada o tirada de cualquier manera (cosa que hablaba de la ralea de aquellas personas); me ayuntaba a su hija.

La chamaca se sintió estrecha desde el principio, cosa harto gustosa. Nunca mujer alguna me había brindado algo igual.

La puse de a perrito y abrazándome a ella, con todo mi peso sobre su espalda, la hice mía. Mi cuerpo la cubría por entero mientras me sujetaba de sus antebrazos, que temblaban por el gran esfuerzo de sostener nuestros pesos combinados.

Ella gemía de manera que erizaba la piel, daba la impresión de que mis empellones le fueran insoportables pero, a la vez, que le estuviesen provocando un peculiar y lúbrico placer. Eso sólo hacía que me dieran aún más ganas de culeármela, sin darle reposo.

No obstante, le di oportunidad de descansar de mi propio peso poco después, cuando le sugerí que ella me montara. Lo hizo con gran divertimento a la hora de ahorcajarse sobre mí y, de nueva cuenta, la naturaleza de su cuerpo me sorprendió. Vero se meneó en vaivenes propios de una profesional consumada.

Cuando volví a ser yo el de arriba, metiéndome entre sus piernas, le dejé ir todo mi peso nuevamente.

Por aquellos instantes me preguntaba qué estaría haciendo su hermano. Aquel chiquillo no nos había m*****ado, cosa rara en él. ¿Se daría cuenta de lo que hacíamos acaso?, o sólo había salido a la calle.

Tentando más mi suerte aún, no me importó que la cama crujiera bajo nosotros, a pesar de que el chiquillo probablemente nos lograra escuchar. Yo soltaba hasta las últimas de mis fuerzas sobre aquella chiquilla traviesa y la cama crujía y crujía.

Mientras oía el rechinar de aquel viejo camastro de madera, sobre el que habían copulado (seguramente) sus propios padres, no dejaba de pensar en ellos: «¿Algún día se enterarán que su propia cama sirvió para que su hijita fuera desvirgada? Que un hombre le entregó todo su peso a tan menudo cuerpo».

Su hijita en ese momento era mi compañera de juego, mi pareja, la receptora de mi… Y pensar aquello me paró aún más la verga.

Plegué las piernas de la Vero y saqué mi pene de su interior sólo para poderme retirar el condón. Inmediatamente después se lo volví a meter.

Sentirla al natural fue sumamente delicioso. Ese calorcito y su textura esponjosa… uy, ¡carajo, qué rico! Sobre aquella chamaca pistonié y pistonié ejerciendo mi mayor fuerza, mi mayor brío.

En aquel momento no importaba nada más que nosotros, hombre y… ella, quien me recibía con total voluntad. Como una mujer madura. Me importó muy poco que no lo fuera e, incluso, cuando noté que el hermanito nos miraba desde la puerta tampoco me importó. Le seguí dando. Seguramente ya tenía rato ahí, viendo cómo me ensartaba a su hermana.

Y ahí fue cuando me ganaron las ganas. Me desahogué en su pucha de escuincla traviesa. Me descargué hasta la última gota llenándola de leche, de nutritiva leche.

Me ganaron las ganas, ¿qué más puedo decir? Ahí, entre esas descascaradas paredes, inmerso en ese olor de hacinamiento, siendo visto por su hermanito, le entregué mi simiente. Quién sabe qué ideas pensó ese chamaco en aquel momento. Quizás vio mis testículos contraerse al hacer la micción de mis fluidos, o inclusive vio éstos cuando parte de mi deslechada escapó al salirme de su hermana.

En los días siguientes no dejé de ayuntarme… es decir de encontrarme con Verónica. La esperaba a su salida y nos íbamos para mi casa. Ahí lo hacíamos sin correr riesgo y teníamos total libertad para divertirnos. Ya ni me ocupé de usar condón. Asumí que ella aún no estaba en periodo de… (más bien me auto engañé).

Sin embargo, una tarde que la fui a buscar a la salida de sus clases me dejó plantado. Supuse que se había ido de pinta o tan sólo que yo ya le había aburrido, pues ya no la volví a encontrar por allí en días posteriores. Fue así como la dejé de ver.

Por esos días había pensado aceptarle las intenciones a su media hermana, Maribel. Total, no pasaba nada si me la aprovechaba a ella también. Pero, cuando se llegó la fecha de recoger la despensa de mi madre, noté un radical cambio en su actitud. Se portó bastante seria, como si ni me conociera.

—¿Y cómo está Vero? —no me aguanté y le pregunté antes de retirarme.

—Pues ¿cómo quieres que esté? —me respondió Maribel prácticamente encabronada—. Bien panzona, como la dejastes.

Sentí que la sangre me abandonaba el rostro.

—Sí, está esperando —continuó Maribel—. Ya hasta está cobrando la pensión que da el gobierno a madres solteras. Está feliz porque ya no tiene que ir a la escuela. Le hicistes un gran favor —y sonrió con ironía aunque se le quebró el gesto y me miró con resentimiento.

Aquello último me pareció un reproche… no sé, pero supongo que Marisela justo eso buscaba de mí, que le hiciera un hijo. Y es que nuestro “honorable gobierno” así se las gasta, promueve a que las mujeres de escasos recursos se consigan un hijo así como así. Apoyo a Madres solteras, así le llaman al mentado programa.

Si demuestran ser madres solteras, el honorable gobierno les da una pensión de por vida. Fue promesa de campaña. Después de todo, así ganaron la presidencia ¿no?

FIN

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